sábado, 16 de abril de 2011

Lugares Estrellados (y II)







Lo malo es cuando a la ciudad en cuestión no le otorgan la oportunidad de construirse un carácter. Y escribo esto abundando en mi anterior entrada, en la que hablaba de Ballymun, ese desdichado barrio de Dublín al que le están lavando la cara después de aproximadamente cuarenta años de ignominia... No hará ni un mes comparé este caso con el de una ciudad ucraniana de nombre impronunciable que sufrió una suerte peor que la de este barrio dublinés. Pues bien, hace una semana y al pairo de que la naturaleza, cabreada, descargara un furioso puñetazo sobre la mesa en forma de terremoto sobre Japón e hiciera saltar los reactores de Fukushima, resulta que me encuentro con que (cómo no, en La 2) me programan un estupendo documental llamado "La Batalla de Chernobyl" que recomiendo encarecidamente.

Y allí estaba ella, la desahuciada, la ciudad fantasma, Prypiat, cuyo único delito fue estar ubicada a tres kilómetros de la malograda central nuclear de Chernobyl. Que saltó por los aires en abril del 86, escupiendo al cielo tales cantidades de, lo diré, mierda radioactiva que la nube que se creó acabó cubriendo Europa entera, contaminándolo todo a su paso.

En Prypiat vivían entonces unas 43.000 personas. Chafardeando por la red he leído artículos que hablaban de Prypiat como una ciudad modélica, en la que se estaban ensayando los más innovadores proyectos urbanísticos. Era como una gran capital en miniatura, con sus infraestructuras y servicios pensados al detalle teniendo en cuenta sus dimensiones. Y en aquella maravilla urbanística levantada a golpe de paneles prefabricados vivían hombres, mujeres y niños cuyas vidas estaban directa o indirectamente vinculadas con la central.

El reactor estalló en plena madrugada, mientras Prypiat dormía. A la mañana siguiente, sus habitantes no se habían inmutado. Sin embargo, los niveles de radiación eran ya bestiales e iban creciendo con el paso de las horas. El gobierno soviético -mandaba Gorbachov- recibía la información con cuentagotas y eso que no hacía más que pedir informes y la tarde posterior al accidente ya se podían ver militares haciendo mediciones por las calles. Treinta y seis horas es lo que tardó el mastodóntico gobierno soviético en informarse y poner en movimiento todos sus recursos.

Lento. Y es curioso cuando lo comparamos con las pocas horas que se tardó en evacuar la ciudad. Aquellas personas solo pudieron llevarse consigo lo imprescindible y hubieron de ser reubicados. Y Prypiat se quedó vacía.

Hasta hoy. Prypiat está prácticamente en el epicentro de una particular zona cero en la que está prohibida la entrada sine die, debido al alto nivel de contaminación radioactiva. Si tenemos en cuenta que el plutonio vive alrededor de 24.000 años da vértigo pensar en este particular agujero negro en el que el tiempo se ha detenido, inmisericorde, en caminos y campos, en el asfalto de las calles, en el pavimento de las aceras, invadido ya por la maleza. En sus autos de choque, oxidados. En su noria inmóvil. En los desconchones de las paredes. En los azulejos de la piscina vacía. En los ojos de las muñecas abandonadas. La que antaño fue la ciudad de los cincuenta mil rosales está congelada en el tiempo, ostentando los símbolos y enseñas de una era que ya murió; la única ciudad en la que Ucrania sigue perteneciendo a la Unión Soviética y en donde las estatuas de Lenin aún no han caído.

Y, a pesar de todo, la vida, aunque envenenada, sigue abriéndose camino en Prypiat. Y si no, que se lo pregunten a quienes, ya desahuciados de todas las plantas de oncología de los hospitales de Ucrania o Rusia, han regresado a pesar de las prohibiciones a vivir en sus casas. O al árbol que ha echado raíces en una habitación cualquiera, demostrando que la naturaleza siempre tiene la última palabra.