
La reunión había sido espesa, tediosa y, en algunos momentos hasta exasperante. Un sentimiento indefinido, a medio camino entre el aburrimiento, la mala leche y el cansancio mental bullía en la cabeza de aquél hombre de sombrío semblante mientras bajaba las escaleras hacia el vestíbulo. A su lado, su colega no paraba de hablar. Ya se conocía él esos ataques de verborrea que parecían no tener final. “¡Y no se callará!” pensó para sus adentros “No callaría aunque le lanzasen al fondo del mar recubierto de plomo, maldita sea su estampa…”
Él notaba que, de entre toda la mezcla de sensaciones que tenía dentro de él, comenzaba a preponderar la de la mala leche. Se estaba enfadando. Frunció el ceño y la expresión de su cara se hizo aún más dura, pero saltaba a la vista que su compañero no se estaba dando cuenta porque, no contento con matarle la cabeza, de repente le hundió el codo en el costillar. Iba a silbar que le dejara en paz cuando escuchó su última frase y el siseo se quedó en un simple silbido que murió en un silencio ridículo y asombrado.
El tono de su compañero había sido de absoluta complacencia. No le era indiferente que su ayudante gozaba de muchas simpatías entre los hombres. Y el que tenía al lado no era ninguna excepción.
Pero lo cierto es que no le extrañaba, pensó él, que así fuera. Ralentizó su paso y dejó que su compañero bajara con el mismo entusiasmo las escaleras mientras él se paró en un peldaño y la contempló perplejo.
Estaba sentada en una de esas mesitas redondas de mármol, leyendo un librito pequeño y amarillento. Su concentración era tal que, a pesar del ruido provocado por todos los que bajaban las escaleras, no se inmutó. Sus dedos jugueteaban con la esquina de una página, como si estuviera dudando de pasarla o no, cosa que hizo al cabo de unos momentos. Ni siquiera entonces levantó la vista del libro. Tampoco lo hizo cuando, inconscientemente, retiró un mechón de pelo que le caía sobre una mejilla y lo colocó tras la oreja. En medio de todo aquél caos –y en medio de cualquier otro, pensó él- ella tenía la extraña capacidad de abstraerse de todo cuanto la rodeaba y encerrarse dentro de una burbuja invisible que ni siquiera una bala podría atravesar. De modo que allí estaba ella, sentada en medio de una sala concurrida, ausente de todo y de todos, como si el maldito mundo no fuera con ella. Como si quienes charlaban sin cesar, el sonido del entrechocar de los vasos y copas, los puñetazos en las mesas, las carcajadas de los muchachos y las miradas de los hombres que la estaban observando –él era consciente en aquél momento de que había tres o cuatro hombres que la miraban desde la barra- no fueran con ella.
Y como si él mismo no fuera con ella.
Algo se ablandó dentro de él. Encendió un cigarrillo y se acodó en la barandilla, sin dejar de mirarla. La mala leche, el aburrimiento y el cansancio se habían disipado en un instante mientras se preguntaba, maravillado, cómo demonios lo hacía. Cómo conseguía esa mujer levantar esa barrera invisible entre ella y los demás como por ensalmo en cuanto abría un libro. Quizás era cierto, pensó, que cuando se abre un libro se abre un mundo y ella había abierto allí mismo una ventana a través de la cual había accedido a otra realidad que solo ella podía ver. La idea le intrigó. ¿Qué habría al otro lado del espejo? ¿Qué tierras, que mundos, qué personas estaría conociendo en aquél instante? ¿Cuál era la poderosa magia que hacía que esa mujer brillase con luz propia en una sala abarrotada de gente?
Puede que los otros hombres que la miraban solo vieran a una mujer leyendo un libro. Una hermosa mujer sola. Una mujer a solas con un libro. Una mujer de incitantes curvas que explorar… Él, además, pensó que daría su mano izquierda por desentrañar el misterio que se escondía dentro de esa burbuja invisible. Su misterio.
De modo que se alisó el cuello de la chaqueta, ese cuello cuyas puntas siempre se curvaban hacia arriba hiciera lo que hiciese y, quitándose la gorra, se atusó el cabello y se la volvió a colocar, estudiadamente inclinada sobre su oreja derecha, se estiró los faldones de la chaqueta por delante con un tirón seco y, con una decisión que le sorprendió, bajó los últimos peldaños, dispuesto a traspasar la invisible barrera que le separaba de la mujer que leía, su ayudante, a penetrar en ella y a quedarse dentro. Si ella le dejaba.
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